El secreto de Saúl

Saúl

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El secreto de Saúl

Érase una vez un niño llamado Saúl que vivía rodeado de privilegios. Su padre era un cirujano muy famoso y su madre una escritora exitosa. Tenían una enorme casa con un gran jardín, una piscina y un garaje en el que guardaban dos automóviles de lujo. A sus once años, Saúl no necesitaba nada más: vestía a las mejores ropas, tenía un cuarto privado repleto de juguetes y un televisor tan grande como una pantalla de cine.

A pesar de todas sus comodidades, Saúl se pasaba el día mostrando una actitud tan apática que daba la sensación de estar enfadado con todo el mundo.  Odiaba tener que ir al colegio cinco días por semana, sobre todo porque su profesor le parecía un señor aburrido y cada vez hablaba menos con sus compañeros de aula. Por si esto fuera poco, no mostraba interés por ninguna de las asignaturas. Malgastaba soltando ruidosos bostezos que molestaba a todos a su alrededor.

Cuando terminaba la escuela, Saúl cruzaba la calle cargado con su mochila y caminaba un corto trecho hasta llegar al Parque de los Almendros.  Era su lugar favorito para dejar de pensar en las matemáticas, la geografía y todas las clases que estaba obligado a memorizar. En el parque, Saúl solía sentarse en un banco de madera  desde el cual podía contemplar una panorámica preciosa de la arboleda y del lago con forma de corazón donde siempre nadaban unas cuantas familias de patos.

Una de esas tardes, se acercó a su banco habitual, tomó asiento, y al mirar al frente descubrió que, a pocos metros, alguien había colocado una estatua de mármol blanco. Era la figura de un niño de su edad, descalzo y cubierto de ropas muy desgastadas, que parecía mirarle fijamente.

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– ¡Es una estatua muy deprimente! ¿Por qué no colocaron la figura de un príncipe o una diosa romana en vez de la de un niño mendigo? 

Cuando terminó de pronunciar estas palabras, escuchó una voz infantil que le dijo:

– ¿De verdad crees que sólo soy un trozo de piedra al que un escultor ha dado forma?

Saúl dio un salto del susto y su corazón empezó a latir a toda velocidad. Pensaba que el calor del verano lo estaba haciendo delirar. Tras unos segundos de desconcierto, se abanicó con la palma de la mano para recibir un poco de aire. 

– ¡Qué susto! Por un momento pensé que la estatua me estaba hablando. ¡Será mejor que me vaya!

Cuando se disponía a ponerse en pie, volvió a escuchar la misma voz.

– Sí, te hablaba a ti. ¡No te vayas aún, por favor!

Saúl volvió a sentir miedo. Miró de izquierda a derecha  por si alguien estaba tratando de jugarle una mala broma que él, pero no había nadie más cerca de él. Las pocas personas que estaban en el parque, se encontraban muy lejos, y la voz se escuchaba muy cerca. Atemorizado, caminó unos pasos y se situó junto a la estatua anclada al pequeño pedestal.  A simple vista calculó que el chico de piedra tenía su misma edad y estatura, pero cuando lo miró con más detenimiento se estremeció porque se parecía muchísimo a él: la misma forma ovalada del rostro, los ojos grandes y la nariz perfilada. Era una réplica casi perfecta de sí mismo. 

– ¿Qué está pasando aquí? – Se preguntaba Saúl, sintiendo cada vez más pavor. Llegó a pensar que estaba loco, que el calor de la tarde le había hecho demasiado daño y que no se recuperaría . De pronto, volvió a escuchar la voz:

– No te preocupes, no estás loco. Aunque no lo creas, puedo hablar contigo y solamente tú puedes escucharme. Puedes tocarme si lo deseas, te prometo que soy completamente inofensiva.

Saúl obedeció.  Aparentemente la estatua era como otra cualquiera: dura, fría e impasible, pero  la escuchaba hablar como si fuera un humano de carne y hueso. Estaba tan perplejo que no era capaz de descubrir cómo era que la estatua podía comunicarse con él. 

– ¿Quién eres? ¿Quién te ha fabricado y por qué te pareces a mí? – preguntó Saúl a la estatua. 

– La historia es muy larga de contar, pero puedo decirte que soy el resultado de un impresionante experimento científico – le respondió la estatua. A Saúl empezaron a temblarle las piernas como gelatina y se puso tan nervioso que creyó que iba a desmayarse.

– ¿Un experimento? ¿Como esos que salen en las películas de ciencia ficción?

– ¡Exacto, has dado en el clavo!

Su cara se desencajó y  notó que el sudor frío le brotaba por la frente.

– No tienes nada que temer; lo entenderás todo cuando te lo explique.

– ¡Entonces, explícame!

– Un grupo de expertos lleva años trabajando en un importante centro de investigación de esta ciudad con un objetivo: lograr que todos los niños que viven aquí sean felices.

Saúl suspiró profundamente.

– ¡Ah, entiendo. Pero, eso no parece peligroso!

– No, no lo es, pero se requieren muchos años de trabajo para desarrollar un proyecto tan complejo.

– ¡Ah! ¿De verdad?

– ¡Claro que sí! Han colaborado decenas de especialistas y se ha invertido muchísimo dinero en la tecnología más avanzada que existe. Por suerte, todo ha salido muy bien y los resultados están mejorando cada día más. 

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Saúl no podía creer todo lo que la estatua le estaba contando. Aún así, siguió escuchando:

– Lo primero que han tenido que hacer es instalar un sistema de radares especiales en todos los barrios de la ciudad.

– ¿Radares especiales? ¿Para qué?

– Para detectar las emociones de las personas desde que nacen hasta el día que comienzan su vida adulta, es decir, durante toda la infancia y adolescencia. Si algún radar registra que algún niño o joven necesita ayuda, el centro de investigación pone en marcha el Plan de Rescate Emocional.

– ¿El Plan de Rescate Emocional? ¿Qué es eso? – preguntó Saúl, que aún no entendía del todo lo que la estatua le contaba. 

– Se trata de algo muy sencillo: los científicos estudian el problema para saber por qué el niño es infeliz, y el laboratorio diseña un tratamiento para acabar con su tristeza.

Saúl estaba completamente alucinado, como si estuviera dentro de una película futurista. 

– ¿Y qué es lo que hacen exactamente? ¿Te pinchan con agujas gigantes? ¿Te meten en cabinas para recibir ondas de choque? ¿Te rodean la cabeza con cables y te conectan a un generador eléctrico?

– ¡Ja, ja, ja! ¡Nada de eso! Los métodos para sanar emociones son muy variados y ninguno duele. En tu caso, han decidido fabricar una estatua con tus rasgos utilizando una impresora 3D y un dispositivo  de sonido de última generación. O sea… ¡yo!

Saúl se sintió ofendido.

– ¿En mi caso? ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que he venido para ayudarte. ¡Me han diseñado exclusivamente para ti!

– ¡¿Qué?! 

– Lo que oyes. Estoy aquí para tener una conversación contigo porque soy tu medicina emocional.

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Saúl se indignó tanto que miró a la estatua de arriba abajo con desprecio:

– ¡Qué tonterías dices, yo no necesito ayuda! Además, tú no eres mi otro yo. Podrás parecerte a mí físicamente, pero vas con ropa vieja y no llevas zapatos. 

Al escucharlo, la estatua puso en marcha el tratamiento especial que consistía en hacerle pensar:

– Sí, tienes razón. Soy una versión un poco diferente de ti. Digamos que represento lo que podrías haber sido tú si no hubieras nacido en una familia rica y de buena posición.  ¿Alguna vez has pensado cómo sería vivir en un barrio pobre, en una casa sin agua ni luz eléctrica? ¿Te imaginas tu vida sin dulces, sin juguetes, sin tu gran televisor o sin tus zapatos tan modernos que llevas puesto?

Saúl fue sincero.

– No, la verdad es que no.

– Así viven muchos chicos de tu edad. Tienen muy poco, yo diría que casi nada, y así viven en muchísimos lugares del mundo. De hecho, no hace falta salir de nuestra ciudad para encontrarlos.

El muchacho se encogió de hombros.

–  Lo sé, pero yo no tengo la culpa de eso.

La estatua le dio la razón.

– ¡Por supuesto que no! Hay personas con más suerte que otras desde que nacen, pero todos tenemos la capacidad de cambiar ciertas cosas haciendo un pequeño esfuerzo.

– Bueno, si tú lo dices…

– Nuestros radares han detectado que tú, teniéndolo todo, padeces una gran insatisfacción.

Saúl sintió mucho agobio, pero el chico de piedra fue contundente.

– Sé sincero contigo mismo: tienes tantas cosas que te sientes abrumado y no disfrutas de casi nada. Deberías ser muy feliz y, sin embargo, te pasas el día quejándote y comportándote de manera inapropiada.

Por alguna razón, Saúl sintió ganas de desahogarse con la estatua:

– Sí, últimamente todo me aburre y no me apetece hacer nada.

– ¡Muy bien, reconocerlo ya es un paso!  ¿Por qué crees que te sientes así?

– No lo sé, de verdad que no lo sé.

– Estás afligido, desganado, y  estar mal contigo mismo también te aleja de la gente. Sé que ya no te queda más que un buen amigo.

Saúl estaba a punto de echarse a llorar.

– Sí, se llama Jorge, pero no lo veo mucho últimamente. No me extraña, a veces puedo ser insoportable.

– ¿Ves cómo van saliendo las cosas? Tú lo que necesitas es recobrar la ilusión. Cierra los ojos y, durante unos segundos, piensa en algo que te haría feliz.

El niño obedeció y se puso a reflexionar.

– Pues me conformaría con menos cosas materiales a cambio de estar más con Jorge, como en los viejos tiempos.

La estatua verificó  todos los datos recibidos, activó su chip solucionador de problemas y, automáticamente, obtuvo una receta personalizada para Saúl:

– Mi propuesta es la siguiente: ¿Por qué no sugieres a tu amigo que te ayude a regalar todos esos juguetes que ya no usas? Seguro que la mayoría están casi nuevos y otros niños los podrán aprovechar.  Cuando hayas llenado unas cuantas bolsas, tus padres te recomendarán a dónde llevarlos. ¡Esa experiencia hará que te sientas muchísimo mejor contigo mismo y te enseñará a valorar lo que tienes!

– ¡Es una gran idea! 

– ¡Misión cumplida! Hasta siempre, mi querido doble humano.

Y, de repente, sucedió algo asombroso: la estatua, que hasta ese momento no se había movido, le guiñó un ojo y desapareció de su vista  como si jamás hubiera existido.

A Saúl casi se le corta la respiración. Allí estaba él, parado en medio del parque, preguntándose  si todo había sido un sueño, una alucinación, o simplemente se estaba volviendo loco. En cualquier caso, tuvo la sensación de que en su interior algo había cambiado. Se fue corriendo a casa, llamó por teléfono a su amigo Jorge y le contó lo que tenía pensado hacer.

– ¿Podrías ayudarme, amigo?

– ¡Cuenta conmigo, voy para allá! – contestó Jorge, entusiasmado con la idea. 

Media hora después, los dos niños se pusieron a abrir armarios y a seleccionar muñecos,  juegos y rompecabezas. Lo metieron todo en varias bolsas y después fueron al porche de la entrada. Saúl quería pedirle un consejo a su padre.

– Papá, quiero donar muchos de mis juguetes. ¿Podrías acercarnos a algún lugar donde los necesiten de verdad?

El hombre, que estaba tumbado en una hamaca leyendo una novela, respondió entusiasmado:

– ¡Claro que sí! Conozco el sitio perfecto.

Echó un vistazo a su reloj de muñeca.

– Si mis cálculos no fallan, ahora mismo está abierto. Creo que nos dará tiempo. ¡Vamos!

Se dieron prisa en cargar el maletero del coche y acudieron a la sede de una ONG que se dedicaba a recoger juguetes de segunda mano. Allí estaba Germán, el director, quien los recibió con los brazos abiertos.

– ¡Gracias por su visita!  Es fantástico que vengan a conocer nuestras instalaciones y que tengan tantas ganas de aportar un granito de arena.

Saúl estaba contentísimo.

– Mi amigo Jorge y yo hemos juntado más de treinta juguetes y libros, pero me gustaría saber a dónde llevarán todo esto.

Germán, muy contento, se lo aclaró:

– Una parte se repartirá por diferentes hospitales para que los niños enfermos puedan entretenerse durante el tiempo que estén ingresados.  ¡No se imaginan cuánto les beneficia esto!

Saúl y Jorge aplaudieron entusiasmados.

– La otra parte se regalará a familias desfavorecidas que no tienen suficiente dinero para comprar estas cosas a sus hijos. Para muchos pequeños recibir uno de estos juguetes será uno de los días más emocionantes de su vida, se los aseguro.

Saúl tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar. Estaba muy feliz por la gran acción que estaba haciendo.

– ¡Por favor, por favor, llévaselos cuanto antes!

Germán se rio.

– ¡No te preocupes! Mañana mismo una furgoneta  de la organización se encargará de que todos lleguen a su destino en perfectas condiciones.

Saúl y Jorge se abrazaron. Acababan de hacer algo realmente bonito por los demás y los dos sintieron que ese acto reforzaba su amistad.

– Gracias por tu ayuda, Jorge. Ha sido genial pasar el día contigo organizando todo esto.

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– ¡De nada, amigo! Si te parece, la semana que viene podrías venir tú a mi casa y ayudarme a revisar mis cosas. ¡Seguro que conseguiremos llenar algunas cajas más para traerle a Germán!

– ¡Por supuesto!

Completamente eufóricos se despidieron de Germán, salieron a la calle y subieron al automóvil.  Dejaron a Jorge en su casa y padre e hijo reanudaron la marcha por las calles casi vacías del centro de la ciudad. Saúl, sentado en el asiento de atrás, estaba muy feliz.

– ¿Sabes una cosa, papá?

– Dime, hijo.

– Hoy me he dado cuenta de lo afortunado que soy. No tengo derecho a estar todo el día quejándome por todo.

– Me alegra que digas eso, Saúl. Nunca es tarde para valorar las cosas que de verdad merecen la pena y pensar en lo bonito que es ser solidario con los que menos tienen.

– Cuando sea grande quiero ser como Germán. A partir de mañana estudiaré mucho y algún día haré algo grande por los demás. 

– Eso es fantástico, hijo mío. Aún eres pequeño, pero a lo largo de los años irás descubriendo tu vocación; si al final te decides por una profesión que sirva para mejorar el mundo, tu madre y yo nos sentiremos muy orgullosos.

El secreto de Saúl: enseñanza

De camino al hogar pasaron por delante del Parque de los Almendros. Saúl acercó su carita al cristal de la ventanilla y, a pesar de que estaba anocheciendo, distinguió su banco favorito, la gran arboleda y el lago al fondo. Sin retirar la mirada, preguntó a su padre:

– Papá, ¿Piensas que hoy en día existen radares potentes que controlan las mentes de los humanos?

– ¿Por qué dices eso? ¿Te encuentras bien?

– ¡Lo digo en serio! ¿Crees  posible que los habitantes de esta ciudad seamos parte de un gigantesco experimento científico?

El hombre se partió de risa.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, hijo. Sí que tienes una gran imaginación! ¡Creo que deberías ver más documentales de historia y menos cine fantástico!

A Saúl se le escapó una sonrisa y, en ese mismo instante, decidió que guardaría su pequeño gran secreto el resto de su vida.

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