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Cuento de La Ratita Presumida
Había una vez una hermosa ratita llamada Florinda que vivía en la ciudad. Era muy trabajadora y preocupada por su casa, por eso ésta siempre estaba limpia y ordenada. Cada día cortaba flores frescas para adornar su pequeña sala y llenarla de un delicioso perfume. Como era una ratita muy coqueta, siempre reservaba una margarita para su pelo.
Un día mientras estaba barriendo la entrada, se encontró una reluciente moneda de oro.
– ¡Vaya qué suerte la mía! – exclamó la ratita. Florinda era muy presumida y le gustaba vestir a la moda, por lo que el hallazgo de la monedita la llevó a pensar en qué bonito accesorio podría invertirla.
– Uhmmm… ¡Tengo una idea! Iré a la tienda y compraré un precioso lazo para mi larga colita.
Metió la moneda de oro en su bolsito de charol, se calzó los zapatitos de tacón y salió directo a la tienda de accesorios. Eligió una cinta roja de seda que realzaba su bonita figura y su elegante cola.
– ¡Estoy muy guapa! – dijo mirándose al espejo – Me queda realmente bien.
Regresó a su casita y se sentó en el jardín que daba a la calle principal, para que todo el que caminara por allí la mirara. Después de varios minutos esperando algún halago, pasó por allí un pato muy altanero.
– Hola, Florinda. Hoy estás más hermosa que nunca ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y si me caso contigo, por las noches tú qué hablarás? – dijo la ratita, sorprendida por la declaración del pato.
– ¡Cuá, cuá, cuá! ¡Cuá, cuá, cuá! – respondió el enamorado pato.
– ¡Uy no, qué horror! – se espantó la ratita -. Con esos ruidos espantosos yo no podría dormir.
Poco después, se acercó un cerdito rosadito y con cara de bonachón.
– ¡Dios santo, Florinda! ¿Qué te has hecho hoy que estás resplandeciente como sol de la mañana? Me encantaría que fueras mi esposa… ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por las noches qué me dirás?
– ¡Oink, oink, oink! ¡Oink, oink, oink! – dijo el cerdito, convencido de que podría enamorar a la coqueta ratoncita.
– ¡Lo siento, qué pena! ¡Con esos ruidos tan extraños yo no podría dormir!
Todavía no había perdido de vista al cerdito, cuando se acercó un pequeño ratoncito de campo que siempre se había sentido muy enamorado de ella.

– ¡Buenos días, dulce ratita! – le dijo -. Todos los días estás bella, pero hoy… ¡Hoy estás impresionante! Me preguntaba si querrías casarte conmigo.
La ratita ni siquiera miró al ratoncito. Siempre había aspirado a tener un esposo grande y fuerte, con la presencia de un rey, así que un minúsculo ratón no entraba dentro de sus expectativas.
– ¡Déjame en paz! Hoy estoy muy ocupada y tú deberías estar pendiente de tus cosas!. Además, alguien como yo se merece a una criatura más distinguida que tú.
El ratoncito bajó su cabeza y sus ojitos se llenaron de lágrimas. Se alejó del jardín de la ratita y regresó a su casa sintiéndose muy triste.Era casi mediodía, cuando de pronto apareció en el jardín de Florinda un precioso gato blanco. Sabiendo que era irresistible para las damas, el gato se acercó moviéndose con provocación y abriendo bien sus enormes ojos azules.
– Hola, Florinda – dijo con una dulce voz, que parecía la de un actor de cine – Hoy estás más deslumbrante que nunca y eres la envidia del pueblo. Me sentiría honrado si quisieras ser mi esposa. Te daría todo lo que una reina se merece.
La ratita sintió como sus mejillas se ponían rojitas por los halagos recibidos. Era un gato de raza persa realmente encantador Un auténtico galán de los que ya no quedaban.
– Sí, bueno… Está bien – dijo haciéndose la interesante – Pero… ¿Por las noches qué harás?
– ¿Yo? – contestó el gato con astucia – ¡Dormir y callar!
– ¡Entonces eres tú con quien me voy a casar! – gritó la ratita emocionada – ¡Anda, pasa adelante, no te quedes ahí! Te invito a tomar un té y un buen pedazo de pastel.
Los dos entraron en la casa. Mientras la confiada ratita, con aires de princesa, preparaba la merienda, el gato se lanzó sobre ella y trató de comérsela. Florinda gritó tan fuerte que el pequeño ratón de campo, que aún caminaba por allí cerca, la oyó y regresó corriendo para ayudarla. Mostrando su increíble fuerza, el ratoncito agarró una escoba de la cocina y echó a golpes al gato traicionero.

Florinda se dio cuenta de que había cometido un grave error: se había fijado en las apariencias y en los falsos halagos, y terminó por confiar en quien no debía, despreciando al ratón que realmente la amaba y que había arriesgado su propia vida para salvarla. Agradecida, le dio un gran abrazo y decidió que él sería un esposo maravilloso. Al poco tiempo, organizaron una sencilla boda y fueron muy felices el resto de sus vidas.
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