
Seetetelané y la hija del huevo de avestruz
Había una vez un muchacho llamado Seetetelané que vivía en África. Era muy muy pobre y vivía solo en una choza, alimentándose de pequeños animales que atrapaba con sus propias manos. Había días en los que no conseguía cazar nada. Cuando eso ocurría, sobrevivía comiendo frutos silvestres o simples raíces que cocía al fuego de una hoguera. Vivía en la miseria, nada tenía y con sobrevivir se conformaba.
En cierta ocasión cuando tenía veinte años, iba caminando por un sendero espinoso y se tropezó con un enorme huevo de avestruz. Al verlo se alegró mucho, ya que ese era un manjar que no se veía todos los días. Radiante de felicidad se lo llevó a su hogar y lo colocó sobre una mesita fabricada con palos y cuerdas.
Seetetelané
Se moría de ganas de comérselo, pero como estaba sudoroso y lleno de polvo decidió ir antes al río a asearse un poco. Estando en el río, comenzó a percibir un olor que provenía de su pequeña choza. Regresó corriendo y se encontró con algo realmente sorprendente: junto al huevo de avestruz, había una deliciosa y humeante fuente de cordero asado con maíz y verduras que olía a delicioso. Se le hizo la boca agua al ver toda la comida que había sobre su pequeña mesa, tanta que casi se rompe en dos.
– ¡¿Pero qué es esto?! ¿De dónde ha salido esta comida tan exquisita? – se preguntaba en voz alta Seetetelané. Al terminar de decir estas palabras, el gigantesco huevo de avestruz se resquebrajó y de su interior salió una chica esbelta de ojos almendrados y cabello negro hasta la cintura. Era tan hermosa que Seetetelané se quedó con la boca abierta, incapaz hasta de parpadear.
Tras unos segundos que parecieron interminables, ella dijo con voz delicada:
– Gracias por acogerme en tu casa.
Seetetelané, aún con los nervios de punta, dijo con un hilo de voz:
– Yo… yo… ¿Has sido tú quien ha preparado esta comida?
La joven sonrió:
– Así es. ¡Espero que la disfrutes porque está hecha con mucho cariño y esfuerzo!

El joven, todavía bastante aturdido, asintió con la cabeza y se lanzó al plato sin pensarlo. Tenía tanta hambre acumulada que durante un buen rato no hizo otra cosa que comer y comer con ansiedad hasta que no quedaron ni las migas. Era tan pobre que nunca había tenido la oportunidad de comer así.
Entonces ella, muy sonriente, le dijo:
– ¿Sabes? Si quieres puedo quedarme contigo para siempre, pero solo si cumples una condición.
– ¡Claro que sí! ¡Sería estupendo! Dime, ¿Qué condición es esa?
– Nunca me llames “hija de huevo de avestruz”, porque si lo haces, me iré para siempre – dijo la chica, con seriedad en su rostro.
Seetetelané se quedó pensativo. La petición de su nueva amiga era extraña pero sencilla de cumplir.
– Puedes estar tranquila que eso jamás sucederá. Tendría que estar muy loco para llamarte de esa forma.
– Espero que estés diciendo la verdad porque no te lo perdonaría.
– Te prometo que de ningún modo y en ninguna circunstancia te llamaré así. Confía en mi palabra.
– De acuerdo. ¡Trato hecho!
Las cosas quedaron claras entre ellos y durante varias semanas todo fue de maravilla. Primero se hicieron amigos, después se enamoraron y finalmente, se casaron. Seetetelané seguía siendo tan pobre como siempre, pero se sentía feliz y agradecido por tener a su lado a una compañera tan maravillosa.

El tiempo pasó rápido y llegó el primer día de la primavera. Era una mañana espléndida y la pareja salió a descansar sobre la hierba, a pocos metros de su choza. Empezaron a conversar animadamente y ella le preguntó:
– Amado mío, dime, ¿Cuál es tu mayor deseo? ¿Cuál es tu sueño inalcanzable?
Seetetelané cerró los ojos y se dejó llevar por la imaginación.
– ¡Esa respuesta es muy fácil! A mí me gustaría ser rico, tener tierras y vivir en una casa amplia y confortable en vez de en esta choza vieja. También me gustaría tener ropa nueva y zapatos cómodos, pues tengo los pies llenos de callos de ir siempre descalzo.
La hija del huevo de avestruz
En silencio, la muchacha se levantó, dio tres patadas en el suelo y, por arte de magia, el deseo de Seetetelané se cumplió: la vieja choza se convirtió en una gran casa de piedra rodeada de campos de siembra; en ellos, varias docenas de campesinos perfectamente organizados recogían la cosecha. Seetetelané casi se desmaya de la impresión.

– ¡Qué ven mis ojos! Esto… esto… ¡Es increíble!
– Lo que ves es para ti; te lo mereces por ser tan bueno y gentil conmigo – dijo la chica, sonriendo al ver la alegría de Seetetelané.
El joven se pellizcó para comprobar que no se trataba de una alucinación y al hacerlo sus dedos tocaron la suave túnica de seda que le acariciaba la piel, pues también llevaba vestidos nuevos y un par de sandalias doradas atadas a sus tobillos.
– ¡Qué tela tan delicada! Parece propia de la realeza y no de un don nadie como yo.
Estaba absolutamente deslumbrado. Recorrió su cuerpo con la mirada y se emocionó al descubrir lo bien vestido que estaba. Iba a decir algo cuando un criado se acercó para ofrecerle un refrescante zumo de fruta recién hecho.
– ¡Mi sueño se ha hecho realidad! ¡Mi sueño se ha hecho realidad! – gritaba de emoción el joven. Con el corazón a punto de estallar de alegría, miró a su encantadora mujer:
– Esposa mía, no solo me has regalado tu amor, sino que has utilizado tus poderes para concederme todos los bienes que un hombre puede desear. ¡Gracias, gracias, gracias! – Seetetelané la besó apasionadamente. Sin duda, era la persona más afortunada del planeta.
Pasaron varias semanas llenas de paz y gloria. Pero una noche, acudieron a la fiesta de un pueblo cercano y, en medio de la música, el baile y las risas, Seetetelané perdió el control y empezó a beber vino desmesuradamente. Su querida esposa, viendo el peligro que eso suponía, trató de quitarle el vaso de las manos, pero él, totalmente loco por los efectos del alcohol, se negó a ceder y le gritó:
– ¡¿Pero qué te has creído?! Este vino está buenísimo así que ¡Déjame beber!
– Pero amor mío, esto no está bien…
– ¡Yo hago lo que me da la gana!
– Por favor, no bebas más o…
– ¡Lárgate! ¡Tú no mandas sobre mí, hija de huevo de avestruz!
Seetetelané dijo las únicas palabras que había prometido no decir jamás y ya nada ni nadie podría reparar el daño causado. Sobre el rostro de la muchacha resbalaron lágrimas de tristeza, y sin decir nada, tal y como había advertido el primer día, se esfumó en el aire y desapareció para siempre.
Seetetelané estaba tan borracho que no se dio cuenta de su error y siguió bebiendo sin parar. Cuando la celebración llegó a su fin se alejó dando tropezones en un estado lamentable y al llegar a sus propiedades descubrió que allí ya no había nada: ni una buena vivienda, ni campos de cultivo, ni campesinos, ni criados. Agachó la cabeza y contempló horrorizado que volvía a estar descalzo y cubierto de harapos.

Fue entonces cuando entendió que había perdido toda su fortuna. Pero lo más importante era que había perdido a la persona que más quería por culpa de su deslealtad. En medio de la amargura comprendió la importancia de ser sinceros con las personas que de verdad nos importan y llenan nuestra vida de amor y felicidad. Arruinado y completamente solo, se dejó caer de rodillas sobre la tierra y se puso a llorar. Sabía que viviría el resto de su vida lamentándose de haber incumplido su promesa.
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